sábado, 12 de octubre de 2013

La leyenda de “Castel Debole” que un día fue llamado “Castel Forte”. La tradición de los Apeninos boloñeses cuenta con una leyenda sobre el Castillo que perteneció al linaje de los Condes de Panico, una familia de origen franco-carolingio, que dominó el valle del río Reno, Rhin en italiano, desde el siglo onceavo y que fue recogida por Olindo Guerrini en su obra “Brani di vita”, libro primo. Dice la leyenda que alrededor del año mil “Castel Forte” pertenecía al Conde Maghinardo o Manardo, hijo de Ugolino de Tizzano. Cuando Ugolino murió, Maghinardo tenía sólo veinte años y acababa también de morir su madre, por lo que se convertía en heredero del Condado de Panico. Tanto su tía Bertrada, como el Abad del Monasterio de Labante, trataban de influir sobre él con diferentes intenciones. El Abad, llamado en la leyenda “sacerdos Medulanus”, era el inspirador de la vocación religiosa de Maghinardo. Los Condes de Panico habían sido, desde la caída del Imperio Carolingio, aspirantes a Condes de Bolonia y, desde su Castillo de Panico, practicaban incursiones en su intento de apoderarse de la ciudad. Las exhortaciones que “sacerdos Medulanus” dirigía a Maghinardo iban encaminadas a mantener y alimentar la vocación del Conde y permitir que el castillo cayera en manos de la ciudad. Bertrada, tía de Maghinardo, castellana de “Malfolle”, viuda y con una hija llamada Ilda o Elda, y Azzo di Panico, no estaban dispuestos a que la familia perdiera el dominio sobre el valle del Reno y trazaron un plan. Bertrada organizó un viaje de peregrinación a la Abadía de Nonantola, situada en la llanura junto a Módena. En dicho viaje iba acompañada de su hija Elda y de la comitiva correspondiente. En su camino hacia Nonantola llegaron a “Castel Forte” el día veinte dos de julio, celebración de la festividad de Santa María Magdalena. El plan de Azzo y de Bertrada consistía en apartar al joven Conde de la influencia de su consejero de Labante, provocando el encuentro entre la hermosa Elda da Panico y su primo Maghinardo aquella noche en el Castillo. Éste, por supuesto, les recibió encantado. Aquel día era festivo y Maghinardo mando preparar el salón de honor para la ocasión con todo el lujo que en aquel momento era posible. Sobre la apagada chimenea de la estancia lucían las armas de familia: el león rampante escacado en oro y azur, con una rosa de gules en la oreja izquierda, que aquel día parecía lucir de un rojo más intenso que nunca, presagiando lo que aquella noche iba a suceder. La grácil figura de Elda, que hermosa había florecido en la montaña boloñesa, se mostraba esplendorosa entre las nobles paredes recubiertas de madera tallada de roble y cuero. Sus grandes y sorprendidos ojos, excitados por lo novedoso de la situación, miraban con ingenuo ardor al piadoso Maghinardo; sus labios rosados y turgentes sonreían con descaro. La acariciante brisa de sus movimientos y la elegancia de sus ademanes vencieron en aquel mismo momento a los poderosos exorcismos y las advertencias que, sobre Maghinardo, había vertido su consejero espiritual. Nada podía resistirse a aquellos ojos claros y profundos, a aquella hermosa flor de los Apenninos. El amor, encarnado en la sonrisa de Elda, se apoderó definitivamente del joven Conde de Panico. En vano bajaba su mirada aterrado por el peligro; ante sus ojos se desplegaba aquel flamante vestido y aquellos zapatos de fino cuero amarillo asomando a través de él. La embriagante voz de Elda le envolvía; podía percibir todos sus movimientos sin tener que mirar. Se sentía en grave peligro y sin fuerzas para escapar. El sol descendía ya hacía Módena, aquel rojo y cálido atardecer de julio no inspiraba ni ascetismo ni meditación. Los rayos de luz bañaban las femeninas curvas de aquellas montañas y las vestía del rosado color de la piel. Parecía como si la tierra, adormecida, volviera a revivir con el frescor acariciante de la tarde. Mientras el bosque comenzaba a susurrar, el río, ya espejo de plata, tomaba prestado el verde de los ojos de Elda. Cae ya la tarde y aparecen las primeras estrellas vacilantes, palpitan las llamas del corazón de Maghinardo, la fragancia de la noche inunda el valle del Reno, la misteriosa penumbra, que nos lleva a tiempos remotos, viste el escenario en aquel momento de la historia de Panico; es el elixir de amor y fertilidad que de aterciopelado y embriagante sabor entra en la boca del joven Conde. En medio de un profundo silencio estalla de pronto un quejido de amor y pasa un enjambre de luciérnagas sobre unos rastrojos quemados y un ruiseñor desvelado canta inefables epitalamios entre el murmullo del río de la noche. Palpita en el seno de la tierra el amor, como la sangre en las arterias del hombre. La cálida oscuridad presagia la misteriosa boda. Surge entonces el disco completo de la luna difundiendo su luz sobre los campos oscuros. Las largas sombras y los brillos plateados dan paso a la caída de copos de oro. La noche se vuelve solemne y en el último banco del río, rodeado de unos pocos sauces, ante una esbelta columna de piedra tallada, sobre la que se encuentra una Madona, Maghinardo, arrodillado, eleva una oración por la paz de su espíritu. La sangre caliente asoma en sus mejillas, el vértigo ante el abismo perturba su alma. Está humildemente inclinado ante su Señora, casi postrado en el suelo ante ella. Oye de pronto el sonido de unos pasos y el susurro del vestido de Elda pasando entre la vegetación, se estremece entonces ante el peligro. Vidas de santos pasan ante sus ojos, santos que resistieron las más fuertes tentaciones. Elda se dispone entonces a entrar en el río, el sonido de los cordones y sus ropas que caen sobre el suelo sobresalta al joven Maghinardo. Cruje la arena bajo los pies de Elda que se dirige al río y, al entrar en sus aguas, su voz argéntea rompe el silencio con una exclamación de tibio placer al contacto con ellas. El río no es profundo y avanza sin miedo hasta que, de pronto, un inesperado talud hace caer a Elda, que lanza un sonoro grito de terror. Maghinardo corre en su socorro y, sin saber como, la tiene ante sus ojos. Ella ríe mostrando las divinas curvas de su torso por encima del agua, que con una fosforescente caricia abraza su cintura. Y de pie, besos bajo la luna blanca… Elda levanta sus brazos y apartando ingenuamente su pelo, muestra toda la gloria de su triunfo y su virginal desnudez. Maghinardo pierde la vista y se desmaya, permaneciendo inerte sobre la hierba y Elda grita desesperada pidiendo auxilio. Bertrada acude y, tras unos minutos, Maghinardo abre sus ojos, Bertrada sonríe y Elda se aleja invadida por el rubor. No se sabe si el matrimonio fue solemnizado por el sacerdote “Meludano”. Así, de esta manera, el Castillo siguió siendo de la familia Panico y los boloñeses, por despecho, a partir de aquel momento, lo llamaron “Castel debole”.


2 comentarios:

  1. Texto original de Antonio Panizo de Pablo, inspirado en el de Olindo Guerrini. Esta leyenda será publicada también en el libro que en estos momentos está en preparación.

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  2. Hermoso texto Antonio, Me encantó.

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